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Kant: el filósofo millonario y virgen que hoy irritaría a los progres

Existieron, luego pasaron


La vida privada del poco agraciado filósofo alemán resulta curiosa y no precisamente por alocada: nunca se enamoró y murió soltero y célibe. También rico, pues ganó una fortuna cuyo gasto no encajaba en su estructurada vida.

El pensador alemán Immanuel Kant.
El pensador alemán Immanuel Kant.ARCHIVO

Immanuel Kant tenía, como Julio Iglesias, un lado bueno que era el que ofrecía cuando le grababan medallones. Visto de perfil, parecería un ser razonablemente agraciado, de frente despejada y nariz chata, pero hasta aquí alcanzarían las comparaciones con la mayor bestia viril del siglo XX: sus contemporáneos describieron a Kant como un hombre achaparrado -apenas superaba el metro y medio-, con la cabeza desnivelada, el pecho hundido y la respiración irregular.

No era aprensivo ni beato, pero su opción de existencia pasaba por un escrupuloso epicureísmo basado en la rutina, el trabajo, los paseos, la conversación y la buena mesa. El sexo nunca fue de su interés, ni en su obra ni en su vida privada.

Se sabe que no despreciaba el matrimonio, sin embargo. Lo tomó en consideración, pues recibía cartas de admiradoras que se le insinuaban, pero Kant lo entendía como un contrato antes que como un sacramento: creía en los beneficios de casarse si se ampliaba la fortuna de las dos partes. El amor es un sentimiento y Kant se guiaba por la razón hasta para discutir por fruslerías. Planificar una vida junto a otra persona tenía que comportar una contrapartida y como nunca encontró a la mujer adecuada -tampoco es que se esforzara-, murió soltero y célibe. Seguramente, también virgen.

COSIFICACIÓN DE LA MUJER

Lo cual hace que la suerte actual de Kant como un filósofo ampliamente citado lleve a la simpática paradoja de que sus textos se esgriman como el último dique de contención racional contra el envite relativista de la posmodernidad y que sirvan para polemizar sobre el pacto sexual. Por ejemplo, en su ensayo (Fe)male gaze (Anagrama, 2019), Manuel Arias Maldonado lo enarbola para defender la cosificación de la mujer como una operación lógica en el juego de la seducción, que no implicaría ninguna microagresión machista.

"Desear sexualmente a otro ser humano [lo] implica forzosamente, pues dos personas pueden ponerse de acuerdo para mantener una relación estrictamente sexual", argumenta. El deseo es un medio para un fin, no un fin en sí mismo, y esto abriría frentes en el debate sobre el flirteo, el consentimiento, la prostitución y el uso de las apps para ligar.

Leer a Kant es un ejercicio tan aburrido como un Eibar-Leganés, pero saber sobre su vida, en cambio, te alegra el día. Como nunca se movió de los alrededores de Königsberg ( la capital de Prusia Oriental, hasta 1945) -lo más lejos que llegó fue a las poblaciones colindantes, cuando en su juventud fue preceptor de los hijos de la nobleza local, y ya de mayor cuando iba a su villa de verano, a dos kilómetros de su casa-, y su tiempo siempre estuvo regido por sus sirvientes, su vida pública observada por sus vecinos y su conversación disfrutada por sus amigos.

La anécdota más conocida es la que explica que fue profesor de geografía -cátedra que alcanzó, por fin, en agosto de 1770, a los 50 años de edad- sin haber visto París, Roma o el mar -lo leyó todo en los libros-, o la que dice que su paseo vespertino de las siete de la tarde era tan regular que los paisanos ponían el reloj en hora cuando lo veían.

"¡ES LA HORA!"

Menos se ha explicado que al menos dos veces interrumpió su rutina: una vez porque estaba leyendo el Emilio de Rousseau y tanto le interesó que se quedó en casa, y otra por accidente. Su mejor amigo, el comerciante Joseph Green, otro ultra de la puntualidad, renunció a abrirle la puerta de su carruaje y le desairó con un plantón, habiendo quedado para dar un paseo, porque Kant se había retrasado dos minutos.

Practicó la tertulia de sobremesa a diario: elegía a sus invitados in extremis -que cancelaban cualquier plan si su criado les enviaba una nota-, y departía durante horas hasta que llegaba el momento de retirarse a leer y más tarde a pasear. Se acostaba a las 10 y se levantaba a las cinco: su criado debía entrar súbitamente en sus aposentos y gritar "¡Es la hora!". Se aseaba, preparaba sus clases y departía en la universidad por la mañana. Nunca cambió su rutina.

De hecho, cualquier interferencia le ponía de mal humor. Una vez, los árboles de su vecino crecieron tanto que le taparon la vista del campanario de la iglesia: ordenó que los talaran. Y así, vivió sin sobresaltos, ganando más dinero del que gastaba, y murió rico en 1804, acompañado de sus amigos, sin haber enfermado nunca, y sin haber renunciado a sus costumbres, recto como una regla. Es normal, pues, que a los disolutos posmodernos les irrite tanto

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